Este cuento lo escribí hace muchos años, ojalá pudiera recordar cuándo. El caso es que lo daba por definitivamente perdido y un amigo mío muy especial lo tenía guardado en su ordenador, y me lo envió. David, si lees esto, te debo un favor impagable, gracias por guardar este cuento y "Bohemia", el relato que fue mi obsesión. Leedlo, disfrutadlo. A todos vosotros.El navegante
El era un navegante solitario como pocos los había; llevaba una eternidad sumergido en su soledad sin nombre, principio ni explicación. Apenas conseguía recordar quién era, de dónde provenía, y qué motivos le habían empujado a emprender aquella aventura, pero sí sabía algo: buscaba una isla. De hecho, se había impuesto el nombre de “el navegante de las islas”, porque, desde el comienzo de su odisea, había ido vagando de una en otra pero sin permanecer en ninguna eternamente. Excepto una, de cuyo nombre no quería acordarse por miedo a volver a sumergirse en la apatía total; allí sí se habría quedado hasta morir, pues era hermosa, fragante y bella como nada en el mundo. Pero por causas muy extrañas y nunca averiguadas, la isla se había ido consumiendo lentamente hasta acabar siendo una masa de tierra gris, monótona e insalubre. Había muerto, y con ella su único habitante y amante, nuestro navegante. Se había ido un día gris como si amada ínsula, tras haber permanecido en ella cuatro o cinco días, velándola, en una especie de entierro. Había marchado de allí por miedo a fallecer también él, pero fallecer amándola. Jamás encontraría otra como ella. Y el mar, en consonancia con su estado de ánimo, había comenzado a embravecer- se imprevistamente, alcanzando las proporciones del más terrible huracán jamás vivido por el avezado marino, quien se vio obligado a lidiar bravamente contra las olas, la lluvia, el frío y los rayos si no quería morir allí, solo y anónimo. En ese temporal descubrió unas desconocidas ganas de vivir, aunque, una vez pasada la tormenta, regresó a su más triste melancolía, sin apenas moverse del camarote.
Días y noches estaba allá adentro, enterrado en vida y con el barco a la deriva, añorándose de su isla, a quien había llamado Belladona a falta de un nombre mejor. Belladona, la mujer bella... Qué apropiado nombre para aquella porción de tierra anteriormente verde, floreciente! Tenía un gran lago interior de agua dulce, y estaba repleta de árboles frutales siempre repletos de las más deliciosas especies de fruta. Algunas de ellas eran desconocidas para nuestro navegante, pero todas sabían al más puro maná de los dioses. No había animales, pero tampoco le hicieron falta; con aquellas provisiones ya había suficiente para alguien de gustos sencillos como era él. Y el clima... No podía ni tan siquiera sospecharlo: nunca hacía frío por las noches ni un calor ex- cesivo durante el día, siempre reinaba un sol tibio y agradable; a veces llovía, pero incluso caminar bajo aquel agua era agradable, pues no era muy insistente ni arreciaba con ferocidad; todo era calma y amor en aquella tierra sin nombre, eternamente virgen y siempre dispuesta a ofrecerle al navegante sus más exquisitos dones, como una madre amante, como la más tierna de las esposas... ¿Cuándo había comenzado a decaer? No lo sabía, pues los cambios eran imperceptibles, hasta que de golpe un buen pedazo de tierra apareció gris, monótona, algo realmente inexplicable teniendo en cuenta la falta de cambios en los alrededores. Y en muy pocos días, una semana quizás, todo se había terminado. Ni árboles, ni lago, ni sol: nada. Bueno, el sol sí permanecía, pero se secó el lago, los árboles murieron... Un fenómeno realmente impresionante!
Ya llevaba demasiado tiempo vagando sin rumbo, y poco a poco había aprendido a convivir con esa falta insustitu- ible para él. Y una buena mañana (de hecho, una mañana gris y desapacible) se despertó con el repentino deseo de encontrar otra isla, a quien, si no amar, como mínimo apreciar un poco, en su justa medida dentro de los que sus maltrechos sentimientos podían dar de sí... Y la divisó. Las nubes se habían ido disolviendo poco a poco, y antes de caer la noche, cuando el cielo estaba de un color violáceo con restos rojos, vio algo en el horizonte. Tierra! Sería aquello una isla? Y si era así, sería digna de ser habitada por él? Echó anclas, deseando acercarse y atracar en la playa de buena mañana para poder calibrar más justamente el alcance de la nueva tierra.
A la mañana siguiente, una vez despierto ya, fue hacia ella con una ilusión a la que ya creía haber renunciado por el resto de sus días. Tenía esa tierra una especie de muelle natural donde atracó con cuidado, y por fin, después de un tiempo impreciso, volvió a pisar tierra firme.
Estuvo ocho días explorándola, con una mezcla de miedo y esperanza, y cuando ya la tuvo más o menos recono- cida, volvió al barco a meditar. ¿Iba a quedarse allí o la dejaría escapar, decidiéndose en este caso por una eterna soledad? Sería capaz de darle la paz? Sentía miedo, pues en apariencia era acogedora y tranquila, pero ahora era él quine no sabía cómo se encontraba su despedazado corazón. Y si, a pesar de toda la calma reinante en ella, le era imposible permanecer allí?
Un tiempo después (un mes, aproximadamente), volvió a bajar con una gran sonrisa en los labios, y la isla desconocida, como si hubiese estado esperando algún tipo de respuesta, parecía haber reverdecido.
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Ella era una isla largamente abandonada y maltratada por todo aquel navegante que la había pisado alguna vez. Estaba tan desesperada que a veces, en su furia por sentirse tan malherida, provocaba pequeñas tormentas y se destruía sola. Era muy poderosa, una isla con magia: podía aparecer de mil maneras diferentes ante cada uno de los marineros que la encontraban, pero siempre se recomponía. a veces desaparecía de sí misma, y quienes pasaban por allí buscando a una isla como ella no la veían, pero luego era ella quien más se arrepentía, pues había estado buscan- do un amrinero como aquél al que dejaba escapar. Y una vez que había podido conseguir a su navegante perfecto, de tan ávida como estaba por agradarle, había causado un pequeño seísmo que le había echado... A veces le recordaba. Y qué decir del otro marinero que de vez en cuando regresaba para tomar de ella algún fruto y luego volvía a marcharse por tiempo indeterminado? A uno le recordaba con nostalgia, pues jamás le recuperaría, y al otro lo amaba con desesperación, y aunque él la hubiese quemado completamente, sería una roca negra enamorada de su marino maldito. Ya no podía más. Una y otra vez ofrecía grandes frutas y siempre la herían.
Estaba nuestra isla abandonada a sus pensamientos cuando repentinamente le pareció ver un barco, y en él, un marinero sin corazón. trató de hacer florecer todos los árboles, de endulzar el agua de su lago y de sus ríos, de bri- llar ocn luz propia, para recibirle como se merecía (o quizás no). Y el navegante bajó y la exploró durante unos días durante los cuales ella brillaba con tanta fuerza... Pero no se sentía agotada, de golpe toda su magia y su benignidad se habían reunido para resplandecer por tanto tiempo como fuese necesario. Y cuando el navegante regresó a su barco, la pobre isla se sintió tan enferma que lloró. Sí, lloró, pues agitó el lago para causar una lluvia entristecida. Y ahora qué había hecho mal?, se preguntaba nuestra tierra con la desesperación de no ser jamás lo bastante buena para nadie. Pero si ella era inmejorable! se adaptaba a los gustos de cada marinero, tenía de todo: árboles, lago, ríos, animales, tesoros... Y nadie los veía! Sólo percibían de ella lo que más les interesaba, y como ella no era un objeto la rechazaban! Lloró tanto que creyó morirse, y estuvo a punto de causar un pequeño terremoto en sí misma. Pero... Alerta! El navegante no se había ido! Solo había regresado a su barco, pero oía latir su corazón! Cabría tener esperanzas?
Cuando ya no tenía ninguna esperanza notó algo diferente. estuvo alerta a todo y de golpe sintió los pies del marinero, que de nuevo estaban sobre ella. Le vio sonreír con tanta alegría... Y de nuevo acudieron a ella todas las bendiciones de las cuales había sido dotada en el momento de su creación por la Madre Naturaleza, quien le había pronosticado una fuerza inmortal, siempre muriendo y siempre renaciendo, hasta el día en el cual encontraría alguien que la haría descansar, por quien debería sufrir pero que, al final, quizás la amaría...
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Y él era el más grande de todos, el mar. Dominaba absolutamente todo lo que se le ponía por delante: a esas islas grandes y pequeñas, pues en su fondo las sostenía, y a los marineros que osaban desafiarle. A cuántos había matado por ser tan arrogantes? Ya ni se acordaba; todos yacían en su seno, junto con sus barcos, algunos cargados de fabulosas riquezas. Allá, en el fondo de su inmensidad, había un poco de todo: los marinos inocentes que no sabían con quién se enfrentaban, los orgullosos que se creían superiores a todos, los buenos por quienes alguna vez lloró (si es que el mar podía llorar, pues no tenía sentimientos), los malvados a quienes había disfrutado derrotando...
Pero sólo uno le derrotó a EL. Aquel solitario navegante a quien había puesto a prueba matando a su más codiciado tesoro, una arrogante, orgullosa y bella isla a quien había amado más que a su propia vida... Sí! El había matado incluso a algunas islas! Nadie podía ser superior a él. Pero de dónde había salido aquel endemoniado marinero que le había sobrevivido? Cuando le vio tan deshecho por la tristeza escuchó su canto y le proporcionó una buena manera de morir. Pero no, sin explicación posible había brotado de él una rabia sin parangón, un aliento vital tan demoníaco que ni el omnipotente mar se lo explicaba; le había mostrado toda su furia, su rabia, su aterrorizadora presencia, pero nada. Había sido derrotado por un marinero insignificante.
Y allí teníamos a nuestro mar, desinflado, tranquilo otra vez, e incapaz de provocar otra tormenta como aquélla: era la primera vez en su incalculable vida! Se sentía tan deprimido que no era capaz de hacer nada, y se mostró plano por mucho tiempo, permitiendo a aquel prodigio humano navegar en calma.
Antes hemos dicho que el mar no tenía sentimientos, y no era exactamente así; nadie era capaz de saber qué significaban las tomentas, las calmas... Eran sus sentimientos: él sentía, como las islas, pero a diferencia de ellas y de los navegantes, nadie sabía el por qué: se enfurecía cuando quería, y cuando le apetecía ser bueno, lo era y punto. Y por eso era tan odiado y tan temido. Pero una tormenta podía significar rabia, alegría... Y aparecer tranquilo podía significar cualquier cosa: tranquilidad, tristeza... Todo era anárquico en él